Por ErnAn.- El niño salió al patio de su casa, muy temprano, y encontró la cápsula.
Había descendido por la noche, sin ruido, removiendo apenas el pasto y la tierra. Los paracaídas habían quedado sobre las medianeras y el cerco vivo detrás.
La escotilla estaba entornada y de adentro salía una luz ámbar. Con las pantuflas cubiertas de rocío, se acercó más para ver al astronauta.
No había nadie. Pero vio una foto sobre la única butaca.
Las luces del panel de control parpadeaban, intimidándolo un poco. Al fin reunió coraje y se trepó adentro, ensuciando el pijama con hollín del escudo de reingreso.
En la foto el astronauta lo saludaba sonriente. Del otro lado había escrito un mensaje: que podía usar la nave hasta que volviera a buscarla.
La inmensa alegría que le dejó ese sueño lo inspiró, al despertar al día siguiente, a construir su propia nave.
Con una pila de ladrillos hizo el frente, donde la pared sin revocar del vecino hacía de pantalla al exterior, y unos fierros viejos y palos de escoba delinearon el fuselaje y las alas. Un cajón vacío de frutas era el asiento del piloto y su propia voz hacía los disparos contra los piratas espaciales. Las maniobras de persecución y escape eran increíbles. Nunca se había visto un guerrero del espacio tan valiente.
Sin embargo, como hasta los pilotos más audaces tienen superiores y deben seguir órdenes, tuvo que interrumpir su misión para ir a almorzar cuando lo llamó su madre.
Claro que no perdió el tiempo. Mientras devoraba la milanesa con puré tramó su siguiente plan de incursión y el mejor modo de rescatar a su compañero, capturado por los viles piratas, y del cual conservaba una vieja foto de cuando terminaron la escuela de pilotos.
Estuvo toda la tarde jugando. Que es como decir que estuvo soñando.
Tuvo la suerte de crecer y conservar ese sueño. Revivirlo cuando quisiera.
