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El Mal de ojo y la Conquista de América Por Fernando Brittez


El Mal de ojo  y la Conquista de América Por Fernando Brittez

Cuando los invasores europeos llegaron a América trajeron consigo gran cantidad de supersticiones, algunas de las cuales se conservan hasta nuestros días, como el llamado “Mal de ojo”, una de las más antiguas y difundidas en todo el mundo. Son innumerables los libros y documentos de los siglos XV al XVII que se ocupan de las causas y forma de tratar este daño. En su famoso “Tratado de fascinación y de aojamiento” publicado a principios del siglo XV, Enrique de Villena dice: “Onde tal infección de vista dañada e infecta imprime e faze daño conoscido en los catados o mirados mediante el aire infecto en que amos participan, el uno por acción e el otro por pasión. E tal acto o recebsion dicen aojamiento o fascinación”.

Un siglo después Fray Martín de Castañega escribe en su “Tratado de las supersticiones y hechicerías” de 1529, que “aojar es cosa natural y no hechicería”. El cuerpo humano, explica, tiende a expulsar todas las impurezas por todas sus ventanas naturales, incluidos los ojos. Por éstos salen, como unos rayos, las impurezas más sutiles del cuerpo, que cuanto más sutiles más penetrantes son. Las mujeres, cuando menstrúan, pueden ocasionar fácilmente el mal; prueba de ello es que si se miran a un espejo nuevo en esas condiciones, éste se mancha. Y ni hablar si miran a los ojos a los niños pequeños, a quienes pueden ojear gravemente. Las mujeres viejas son transmisoras seguras del daño, ya que al no poder menstruar “purgan más por los ojos”, afirma el fraile. Frente a semejante riesgo las madres tendrán la precaución de pegar un pedacito de espejo en la frente de los niños, y en caso del que el daño haya sido consumado, nunca recurrir a santiguaderas ni hechiceras, sino hacerle sahumerios de hierbas olorosas y de incienso.

Según el Marqués de Villena existen tres maneras diferentes para preservarse del mal, identificar si ya se ha producido o curarse, que operan por virtud, por calidad o por superstición. Por virtud se utilizaba el coral, las hojas de laurel, el Jacinto, los dientes de pescado y el bálsamo entre otros; por calidad el almizcle, el ámbar, el agua de azahar, el romero y la piedra alabastro; y por superstición las sartas de valvas, las monedas agujereadas, las avellanas rellenas de mercurio y la “higa”, un potente amuleto protector consistente en una mano cerrada con el pulgar asomando entre los dedos. En la época de la conquista el Mal de ojo fue una verdadera obsesión para los españoles, y la higa fue una poderosa  solución para éste mal y para maleficios de otra naturaleza.

En las excavaciones arqueológicas realizadas en la ciudad española de Santa Fe la Vieja (la primitiva ciudad de Santa Fe, en la provincia homónima), fundada por Juan de Garay en 1573, se hallaron muchos de estos amuletos fabricados en azabache, coral, cristal, oro y cerámica. Las higas aparecieron en las casas de familia y especialmente en la iglesia y en el convento. Están en los anillos, collares y aros, en los adornos de las imágenes sagradas y hasta abundan en las tumbas, como si su influencia bastara para alejar el mal que pudiera perseguir a los conquistadores más allá de la muerte, decía Agustín Zapata Gollán, que investigó la ciudad a mediados del siglo XX.

Entonces, tal vez no haya sido el Mal de Ojo lo que inspiraba mayor temor en los conquistadores, sino la consciencia manchada (como los espejos del fraile) por la mirada persistente de los fantasmas de las víctimas de la conquista de América, o al menos, por la certeza de que la cruz no era amuleto suficiente para protegerlos de las consecuencias por haber hecho tanto mal en este mundo.

 

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